El legado del escritor, traductor y editor Juan Forn, que falleció hoy a los 61 años tras sufrir un infarto, tiene tantas ramificaciones como los múltiples oficios ligados a la escritura que desempeñó y lo convierten en simultáneo en el autor de un corpus narrativo insuperable integrado por obras como «Frivolidad», «María Domecq» y «Nadar de noche», en el gran descubridor de narradores como Rodrigo Fresán, Mariana Enriquez o Camila Sosa Villada, y en el artífice de una saga de crónicas que sintetizan su poder de captación de una realidad que siempre eligió narrar por fuera de la coyuntura o la obviedad.
Escritor, traductor, editor, fundador del Suplemento Radar, columnista de Página/12 y actualmente director de la colección Rara Avis de editorial Tusquets, Forn se transformó en un nombre insoslayable de la literatura argentina con su novela «Corazones cautivos más arriba» (1987), aunque su consagración llegó cuatro años más tarde con la antología de relatos «Nadar de noche», donde se destaca el potente relato homónimo en el que rinde cuentas con la figura ausente de su padre.
Hijo de una familia acomodada, había nacido el 5 de noviembre de 1959, en Buenos Aires. De niño veraneaba con sus padres y su familia en La Cumbre, Córdoba. Alguna vez contó que fue un niño retraído, que leía cómics todo el día, y que su madre era muy sobreprotectora con él.
Cuando estaba en la escuela secundaria -el Cardenal Newman, el mismo al que asistió el expresidente Mauricio Macri- descubrió rápidamente que ese mundo que parecía destinado a forjar hombres ligados al poder y a las finanzas no era para él. Hace unos años, en un texto publicado en el diario Página/12 que lleva por título “La balada de Mauri y los Newman Boys”, Forn los describe como “una entidad famosamente endogámica, incluso dentro de su clase: no solo se sorprenden de que el resto del mundo no sea como ellos sino que creen que es imposible ser como ellos viniendo ‘de afuera del colegio’. Tan endogámicos son que ignoran que en su propio medio social son considerados sinónimo de cabezas huecas».
Una vez terminado ese ciclo, no se anotó en la universidad para seguir la carrera de ingeniería como esperaba su padre y se dedicó en cambio a recorrer Europa en un viaje iniciático que terminó de moldear su vocación asociada a los libros.
Regresó en 1981 y comenzó a trabajar en la editorial Emecé como cadete, un puesto alejado de las decisiones editoriales. Luego fue telefonista, corrector de pruebas, traductor -fue el encargado de traer al español la obra de autores como Yasunari Kawabata, John Cheever y Hunter Thompson- y finalmente, asesor literario.
A principios de los 90 se pasó a Planeta, el principal sello de la competencia, y creó las colecciones Espejo de la Argentina y Biblioteca del sur, donde publicó a autores fundamentales de la literatura nacional como Fogwill -con quien se enemistó drásticamente-, Tomás Eloy Martínez, Charlie Feiling, Rodolfo Rabanal y Alberto Laiseca. Durante su labor como editor, introdujo conceptos de marketing que eran impensados para el rubro en la época, desde incluir las fotos de los autores en las solapas de los libros hasta inaugurar un departamento de prensa para generar una mayor interlocución entre los escritores y los medios
Integrante de una generación que se formó durante la dictadura, se convirtió junto a Rodrigo Fresán, Cristina Civale, Marcelo Figueras o Charlie Feiling en emblema de una nueva generación que vino a romper con los estereotipos asociados a lo que «debía ser» el escritor en la Argentina. Fueron conocidos como los “rockeritos”, por su asimilación del lenguaje y los modos de vida de muchos de los músicos de ese movimiento, con los cuales solían compartir salidas y tertulias nocturnas.
En 1994, Forn fue invitado por el Woodrow Wilson International Center (Washington DC) para finalizar «Frivolidad», novela que en sintonía con el clima de época signado por la cultura menemista recupera un lugar y un tiempo en los que el amor y las convicciones son estados fugaces y temporarios para radiografiar ese tiempo signado por la liviandad que impide formular preguntas sobre la naturaleza menos visible de las cosas.
El otro radio de acción revolucionario para Forn fue el periodismo cultural. En 1996 creó Radar, el suplemento cultural de Página 12 que marcó un antes y un después en la forma de concebir los materiales. «Creo que Radar innovó al poner el libro mezclado con el disco, la charla, el cine… Tal como está en la vida», definió alguna vez. Su labor allí fue intensa y duró seis años: el trabajo se fusionaba con una vida noctámbula y la manera que el escritor encontró de sostener ese ritmo fue abusando de las pastillas y el alcochol, hasta que el cuerpo le terminó pasando factura.
Una mañana, después de una de esas veladas frenéticas, Forn sufrió un coma hepático que estuvo a punto de matarlo: “Era medianoche cuando salí del diario. Horas más tarde caí desplomado en la cama, como sospecho que habrán hecho los demás que trasnocharon conmigo. Sé positivamente que en esa trasnochada, como en todas las que participé en mi vida, hubo gente que bebió y se metió más basura en el cuerpo que yo en el mío. Para mis parámetros, y los de aquellos compañeros de juerga, yo era un moderado. Sin embargo, el que al día siguiente tuvo una pancreatitis fulminante que lo mandó en coma al hospital no fue ninguno de esos sátrapas hermosamente autodestructivos, sino yo”, registró el escritor en su novela «María Domecq», publicada en 2007.
Allí se agitan varios fantasmas de su historia, como la casa de Palermo chico donde se crío junto a sus primos, propiedad del Almirante Domecq García, su bisabuelo, protagonista de la guerra ruso-japonesa y de la Semana Trágica de 1919.
Posteriormente, publicó «Puras mentiras»; «La tierra elegida, crónicas de El Malpensante»; «María Domeq» y «Ningún hombre es una isla».
Luego del episodio dramático que culminó con la pancreatitis, hace ya más de 15 años, Forn decidió dejar de vivir en la ciudad de Buenos Aires por recomendación médica. Con Flora -su entonces mujer- y su hija Matilda de dos años se instaló en las proximidades de Villa Gesell, donde residía hasta la actualidad. Hace un tiempo decidió donar dos mil ejemplares de su colección personal de libros para la Biblioteca Popular de esa localidad y quedarse solo con los de sus escritores favoritos, o los que pensaba releer.
«Una vez instalado acá no quise volver más -contó en una entrevista-. Sentía que Buenos Aires ya no tenía nada para darme ni yo nada que hacer ahí. Sobre todo después de María Domecq. Era el tema de mi vida y no había pasado nada. Todo seguía igual. Estaba triste, deprimido, ni siquiera le encontraba sentido a escribir otra novela. Y justo en ese momento, me llaman para avisarme que había ganado el Premio Konex. Estaba tan enojado con la ciudad que no quería pisar Buenos Aires ni para recibirlo».
Forn se refería al premio Konex de platino, que recibió en 2007 en periodismo literario, mientras que en 2017, la misma fundación le otorgó el diploma al mérito.
Hasta ese momento, había escrito y publicado novelas y cuentos. Sin embargo, en su nuevo destino en la localidad costera, a sus múltiples oficios como editor, traductor, escritor y asesor literario sumó el de columnista. Sus célebres textos escritos en Página 12 se publicaron bajo los títulos «El hombre que fue Viernes» en cuatro tomos llamados «Los Viernes» y «Cómo me hice viernes». El ciclo arrancó en 2008 y terminó en 2016, cuando el autor decidió que después de ocho años era suficiente y que era tiempo de iniciar una nueva etapa.
«La literatura logró una sobrevida increíble con la computadora y con las redes. Porque la gente estaba perdiendo el lenguaje escrito. La relación con la palabra escrita era cada vez más básica, tosca, ocasional. Y ahora todos los pibes escriben. Por ejemplo: mi hija tiene una pandilla de amigos en Gesell que hacen freestyle. Vos te das cuenta de que eso es algo vivo. O la manera que tienen catastrófica para contar algo. Pero hay una disponibilidad de medios en donde el bichito de la lógica literaria, la fascinación con el sobreentendido, por ejemplo. La posibilidad de combinaciones por el lado de los sonidos, por el lado de lo visual y por el lado de lo escrito es infinita. Yo practico un arte casi difunto, o en extinción», definía Forn hace un tiempo la actualidad del oficio que eligió para vivir, el mismo en el que, hoy mismo, lo sorprendió ejerciendo la muerte.