(Por Julieta Grosso). En la intersección reveladora entre ficción y ensayo, la escritora colombiana Carolina Sanín narra en su libro «Tu cruz en el cielo desierto» la historia de un amor desterritorializado que transcurre en la virtualidad absoluta y construye una zona de indagación donde se pregunta sobre el rol de la materialidad en la construcción de los vínculos, a la vez que plantea una reflexión íntima sobre el paso del tiempo y dialoga con autores que han dado su mirada sobre el amor como Shakespeare, Alighieri o Juan Rulfo.
La literatura capitaliza el destiempo, la brecha que separa una experiencia o una anécdota del momento en que alguien decide volver sobre ella para entender, testimoniar, redimirse o «apenas» para no olvidar. Sin desatender en su totalidad estos móviles, Carolina Sanín pensó en escribir sobre una relación amorosa que estaba ya en fase agónica, como una manera de empujar el trance que la situara por fuera de la historia, del sufrimiento que le había provocado descubrir que su deseo y el de su amante estaban irremediablemente bifurcados: ella necesitaba darle una densidad material a esa relación que había nacido y crecido en la virtualidad, él no.
Algunos meses antes había arrancado en las redes sociales el vínculo entre la autora de «Somos luces abismales» y un poeta chileno que por ese entonces dirigía una residencia para escritores extranjeros en China. En esa trama anárquica donde fluyen la retroalimentación literaria, los arrebatos de histeria, el sexo sin carnalidad compartida -pero con una audacia habilitada acaso por esa ausencia de materialidad-, y el ejercicio narcisista de dirimir cuánto se ha revolucionado la vida del otro con la irrupción propia, la relación se fue constituyendo en un laboratorio que, reexaminado a la luz del presente, replica gestos de los vínculos que fortaleció o destruyó la distancia impuesta por la pandemia.
Esas preliminares notas fragmentarias que la escritora tomó cuando el vínculo palidecía terminaron moldeando el registro híbrido que define «Tu cruz en el cielo desierto» (Blatt & Ríos): mezcla de ensayo y novela, el texto alterna entre la bitácora de ese encuentro desde el primer intercambio en Twitter con indagaciones sobre el lenguaje y la sofisticada intertextualidad que la autora entabla con pasajes de la Biblia y textos de Shakespeare, Alighieri o Rulfo para preguntarse entre otras cosas qué constituye la intimidad. «Durante tres meses yo estuve masturbándome con letras que me mandaban del otro lado de la Tierra. ¿Qué puedo decir sobre el ‘espacio íntimo'», se interpela.
«Nunca nos tocamos, ni llegamos a estar en una misma habitación, ni siquiera en la misma ciudad del mundo», anticipa Sanín para aventar la expectativa lectora del encuentro consumado. La relación se estrella contra planes que terminan siendo antagónicos y él termina diciendo que todo formó parte de un juego que ella no llegó a entender. La escritora se pregunta entonces por el equívoco que entrañan las expectativas con que se encara una relación e instala un dilema: hoy que se discute la posesión y a su vez la exhibición de la intimidad a través de las redes ¿cómo se zanja la propiedad de ese legado íntimo que queda de una pareja cuando se disuelve?
– Télam: En «Somos luces abismales» decías que uno escribe para saber dónde está. ¿Dónde estabas cuando empezaste a escribir «Tu cruz en el desierto» y en qué medida fuiste identificando qué recorte te interesaba hacer de esa experiencia que parece funcionar como un disparador para indagar en los vínculos y en el peso de los paradigmas regidos por la masculinidad?
– Carolina Sanín: Todavía estaba dentro de esa historia cuando empecé a tomar notas, es decir, cuando empecé a saber que iba a escribir un libro sobre ella. Convertir la experiencia en un objeto literario correspondió a la búsqueda de un camino de salida de la experiencia. Implicó la decisión de dejar de ser protagonista del drama para convertirme en su autora. A lo mejor, a «Uno escribe para saber dónde está» podría añadírsele: «Uno escribe para estar afuera». Por otra parte, el tránsito de ser amante o amada a ser autora correspondió a un examen de la sujeción amorosa de las mujeres. A un reconocimiento de las prisiones amorosas.
– T.: ¿Cómo incide en las relaciones esta nueva gramática que proponen las redes sociales y las aplicaciones con su ilusión de comunicación ilimitada y simultánea? La narradora da algunas pistas en ese sentido cuando dice «el amor por escrito hacía rendir el tiempo …»
– C.S.: Creo que así como hizo el teatro en el barroco, Internet nos acerca hoy a una comprensión de la verdadera textura de la realidad y del tiempo. Así como el teatro nos enseña que la realidad que vemos era un teatro, Internet nos dice que la realidad visible es una red en la que caemos y un velo que tapa y trasluce otra realidad. La red nos muestra que todo está interconectado, que lo que percibimos como realidad material también es una trama de circuitos, que el tiempo no corre en una sola dirección y que nada se acaba cuando parece que se acaba. Ahora podemos romper con alguien y seguir viendo su vida durante el resto de la vida, lo cual hace que romper no tenga ya el significado que tenía antes, y que todo estado de una relación sea evidentemente parcial y provisional. Mira por dónde resultó eterno el amor.
– T.: A la luz de una mirada de época hoy se insta a reformular el amor para despojarlo de todo aquello que hipotéticamente lo convierte en instrumento de alineación e incluso liberarlo de su componente de angustia. Al respecto, el amante de la protagonista le advierte: «Yo no sufro mucho, en realidad. No voy a sufrir. No tiene sentido». ¿Se puede elegir no sufrir por amor?
– C.S.: Creo que el deseo es siempre sufrimiento. La pasión es padecimiento. El fuego quema. Y creo que las relaciones amorosas entre los hombres y las mujeres incluyen ensayos de comunicación e intentos de creatividad, pero al mismo tiempo son siempre ejercicios de poder. Eso no está mal ni bien: simplemente creo que es así.
– T.: A simple vista puede parecer que ella está a expensas de la tiranía del poeta pero también se puede leer como un texto sobre el poder de la negación: él en ningún momento incurre en falsas promesas y los límites de su deseo parecen estar claros desde el principio. ¿La pareja es a veces un gran malentendido en el que cada uno parece absorto o replegado en su propia pulsión?
-C.S.: El libro cuenta, entre otras cosas, de un malentendido y de los límites de los sobreentendidos. La seducción es una especie de malentendido acordado, de engaño más o menos consentido. En las relaciones eróticas son borrosos y móviles los límites entre jugar con alguien, en el sentido de compartir un juego, y jugar con alguien, en el sentido de cogerlo como juguete. De hecho, como ves, las dos cosas se dicen igual. Supongo que existe esa posibilidad de que las relaciones virtuales sean una liberación y representen un terreno más rico y más amplio de exploración. Pero también puede ser que esa exploración sea más bien limitada a un simple juego de roles: la seducción de siempre, más la pretensión de que se está, de alguna manera, compartiendo un ámbito, cuando solo se está dando y recibiendo un discurso.
En la relación virtual, por otra parte, la función de los sentidos se limita. Hay dos personas que pueden oírse y verse, pero que no se tocan ni se huelen, que son los sentidos propios del apareamiento. Esas personas hacen de cuenta que tienen relaciones sexuales, pero están solo haciendo de cuenta. Ahora que lo menciono, me parece interesante que entre los síntomas del Covid sea tan frecuente y pertinaz la pérdida del gusto y del olfato, que son los sentidos a los que ya estábamos renunciando con nuestra preferencia por un contacto virtual antes que táctil.
– T.: En uno de los tramos, la protagonista tiene una charla con una amiga imaginaria donde ésta la interpela acerca de si no hay un componente de violencia en ese gesto de la narradora de apropiarse de la historia y convertirla en un libro. ¿Apropiarse de esa historia significa para la protagonista invertir la carga de poder del vínculo que la une al poeta chileno?
– C.S.: Y sí, escribir este libro, que incluía una historia en la que había participado otra persona y que le pertenecía -por así decirlo- también a ella, fue problemático para mí éticamente. Sin embargo, la historia era también mía, y yo no podía partirla: si quería contarla, tenía que robarla. No podía a la vez reservarla y exhibirla. Me dije que si callaba la identidad real del «poeta chileno» podía disponer de sus palabras. Afortunadamente él, que es un tipo con una gran intuición literaria, no me ha reprochado el libro; al contrario, parece conmovido con esa otra vida imaginaria e inspiradora que el libro le da. Y sí, para mí fue y es invertir la fuerza. Fue un desquite sin venganza, una reivindicación que no causó daño. En ese sentido, la inversión fue incluso una reconciliación.
«El amor romántico puede estar totalmente desligado del contacto físico»
Una vez que cedió la opresión y el extravío que le dejó el fin de la relación sentimental que narra en «Tu cruz en el cielo desierto», Carolina Sanín se animó a trasponer el plano confesional para reflexionar sobre el impacto de la virtualidad en los vínculos amorosos: ¿El amor puede subsistir escindido de la materialidad? ¿Qué distorsiones genera el hecho de que una cámara pueda conectar en simultáneo a dos amantes? ¿El espacio virtual flexibiliza los grados de implicación pero representa un territorio de exploración más rico para el sexo?, son algunas de las cuestiones que plantea en su nuevo libro.
«Creo que el amor romántico puede estar totalmente desligado del contacto físico. De hecho, puede que siempre lo esté, incluso si al enamoramiento sigue una relación sentimental que se vive con presencia física. El vínculo amoroso es imaginario. Es la imaginación misma. Y, en todo caso, el amor es de una sola persona con un objeto interiorizado, no de dos. El amor y la compañía son dos cosas distintas», destaca esta doctora en Letras Hispánicas por la Universidad de Yale que lleva publicados libros como «Todo en otra parte», «Somos luces abismales» y «Los niños».
– Télam: La novela funciona casi como un vaticinio porque fue escrita antes de que el mundo y las relaciones sociales se vieran sacudidos por la emergencia sanitaria que condenó los lazos a una virtualidad como la que viven los protagonistas del texto. ¿Cuántas conexiones se pueden establecer entre las imposibilidades y desafíos que el relato les impone a esos seres ficcionales y los retos que tuvieron que atravesar los vínculos reales en esta instancia?
– C.S.: Creo que la cuarentena aceleró el advenimiento de un mundo que habíamos estado construyendo al menos desde que inventamos la escritura: el mundo de los contactos sin presencia. El cuerpo envejece, muere y se descompone, y siempre hemos querido escapar de ser cuerpos y de estar limitados al suelo sobre el que nuestro peso se posa. La pantalla es otro vehículo, otra nave que nos da la posibilidad de salir del cuerpo, o de soñar con que lo hacemos. Del mismo modo como viajamos o viajábamos al otro lado del mar para pensar que podíamos ser otros en otra tierra -en otro mundo que, aunque fuera real y material, era siempre un mundo más allá de la muerte-, en la pantalla nos embarcamos hacia la fantasía de ser otros; nos disponemos a interpretar papeles, a dividirnos, a multiplicarnos, a desdoblarnos en otros lugares.
– T.: Hay también en el libro una indagación sobre las posibilidades del lenguaje, sobre el que te interrogás si puede funcionar como el testimonio de que hay un mundo que sí puede habitarse. ¿El lenguaje permite explicar o volver legible aquel misterio último que envuelve a las relaciones amorosas cuando uno intenta abrirse a los agujeros negros que instala una ruptura o hay un núcleo inasible frente al que el lenguaje también declina?
– C.S.: El lenguaje ayuda a conocer y a entender la propia experiencia de la realidad, pero sobre todo ayuda a entender el lenguaje mismo, que es un mundo que se impone sobre el mundo. Interesarse demasiado por el lenguaje humano es interesarse demasiado por un simulacro, o por una mentira, y por los detalles del mentir. Pero al mismo tiempo, tratar de hacerse responsable del lenguaje es tratar de hacerse responsable de la propia humanidad. Puedo decir hoy que apasionarme por la lengua como lo he hecho -y embelesarme con mi propio interés- ha sido perder el tiempo. Y que perder el tiempo es lo único que puede y debe hacerse con el tiempo.