Relatos. En “El elefante desaparece”, personajes habituales del universo del escritor japonés viven situaciones más cercanas a la melancolía que al humor.
Un hombre está tumbado en su sofá una tarde de domingo cuando tres hombrecitos irrumpen en su casa para instalar un televisor que no emite programa alguno y que terminará dislocando su existencia. Tras una pesadilla traumática, un ama de casa deja de dormir y pasa sus noches insomnes leyendo Anna Karenina y tomando cognac a espaldas de su marido. Una pareja de recién casados despierta al mismo tiempo con el hambre más voraz que hayan sentido en sus vidas, y deciden que el único modo de saciarlo será asaltando una panadería en medio de la noche. Un elefante desaparece misteriosamente, como si un animal de tales proporciones pudiese desaparecer sin dejar rastro.
Los lectores del eterno candidato al Premio Nobel de Literatura, Haruki Murakami, estarán contentos con la reciente publicación de El elefante desaparece (Tusquets), una recopilación de cuentos que el autor japonés escribió entre 1980 y 1991 y que, como es habitual, llega tardíamente a sus admiradores hispanos.
Los diecisiete relatos que componen el volumen se sitúan en el universo típico del autor: hombres flemáticos que ven pasar la vida mientras toman cerveza, mujeres silenciosas con propensión a esfumarse, criaturas lyncheanas que trastocan la realidad (como “el enanito bailarín” y “la gente de la televisión”), y un registro absurdo más cercano a la melancolía que al humor (salvo en el relato que le da el nombre al libro, cuyos personajes recuerdan a los afanosos y entrañables posatigres de Julio Cortázar).
“Por decirlo de la forma más sencilla posible”, escribió Murakami en el prólogo de su libro de 2006 Sauce ciego, mujer dormida , “para mí escribir novelas es un desafío y escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesoro”. El clímax de esa complementariedad probablemente sea el “El pájaro que da cuerda y las mujeres del martes”, un cuento de 15 páginas que fue publicado en la revista The New Yorker en 1986, y que una década más tarde se convertiría en el primer capítulo de una de las novelas más célebres del autor, Crónica del pájaro que da cuerda al mundo.
Una de las observaciones (o críticas) más recurrentes que se le hacen a Haruki Murakami es la de “no parecer un escritor japonés”: sus personajes escuchan a Glenn Miller, a Ravel o a los Rolling Stones, leen a Jack London o a Tolstoi y toman cerveza o daiquiri. Pero más allá de la disparatada presunción de que un autor debería restringirse a su folclore y telurismo de origen, lo cierto es que la estructura de sus relatos responde a los lineamientos del cuento japonés clásico, en el que los personajes no están guiados por metas y sub-metas hacia una resolución final, sino más bien por acciones y reacciones hacia algún sentido posible. En las páginas de El elefante desaparece , los personajes no están motivados por el conflicto sino por la causalidad.
Los relatos de Murakami –al igual que sus novelas– se resisten a los esfuerzos exagerados por analizarlos. Su atractivo no radica en dilucidar acertijos ocultos detrás de una metáfora, sino en la capacidad de su prosa directa y despojada para sumergir al lector en imágenes que rompen con toda lógica, y que se imprimen en la memoria con singular facilidad. El enanito bailarín del relato del mismo nombre es tan inolvidable –pero más cruel– que el que aparece en la serie Twin Peaks de David Lynch (cuyos capítulos, vale decir, tuvieron un éxito asombroso en Japón). Cuando a Murakami le preguntaron en 1993 si existía alguna relación entre su propio enano y el del director estadounidense, respondió que se trataba de una coincidencia y que su relato había sido escrito muchos años antes, pero que era evidente que tanto él como Lynch recurrían al mismo lenguaje visual para darles forma a las señales del inconsciente. “No me gusta analizar mi inconsciente”, dijo en esa ocasión. “Es un recurso que no quiero explicar. Puede que suene raro, pero yo no sueño mucho. Por lo menos, no recuerdo mis sueños. Pero puedo crearlos.” El disparador de uno de los relatos más potentes de este volumen se llama, de hecho “Sueño”. En él un viaje onírico cambia para siempre la vida de un ama de casa que no puede distinguir un día de otro a fuerza de rutina y comodidad. Una noche distingue al borde de su cama a un anciano delgado y alargado mirándola fijo. La narradora intenta gritar pero no puede moverse. El hombre comienza a verter agua helada sobre sus pies. “Dentro de mí murió algo”, dice la narradora. “Se desintegró como el resplandor provocado por una explosión que hubiera destruido todas las cosas de las que dependía mi existencia.” A partir de entonces, se pasa las noches leyendo y tomando cognac, recuperando una felicidad que no sentía desde su juventud. Uno creería que la moraleja del relato es la rebeldía de una mujer común contra la rutina matrimonial. Pero la historia no termina ahí y la resolución es mucho más compleja, porque la narradora, como Murakami –y como todos– se empeña en crear sus propias pesadillas.
Fuente: Revista Ñ